Ruperto Lecaros

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Ruperto Lecaros Izquierdo nació en Santiago de Chile el 17 de febrero 1915 y falleció el 10 de Junio de 1981 en Santiago. Sacerdote jesuita, dedicó una parte importante de su vida a los presos a quienes llamaba “benditos”. Trabajó en cárceles de Arica, Valparaíso y Santiago; veía en los reclusos a un hermano, trabajó por su rehabilitación y los acompañó en sus penas, miserias y alegrías. Luchaba para que tuvieran un mejor trato y una vida más digna. Lloró y rió con ellos, les enseñó a quererse primero a sí mismos y, luego, a querer a los demás. Su apostolado fue tan profundo y llegó a conocer y comprender a tal grado a los presos, que quiso ir a vivir y morir en la cárcel.

Biografía

PRIMEROS AÑOS

Ruperto Lecaros Izquierdo nació el 17 de febrero de 1915. Tuvo una infancia alegre, rodeado del cariño de sus padres, siendo el cuarto de siete hermanos. Estudió en el Colegio de los Sagrados Corazones y luego Derecho en la Universidad de Chile. Tenía muchos amigos, era un trasnochador entusiasta y gozaba intensamente con las fiestas; contaba historias como pocos, pues había viajado mucho para la época. Era extrovertido, espontáneo, muy atractivo; en una palabra, encantador. Aunque tenía también un carácter explosivo, lo sabía suavizar con su simpatía y generosidad.

EL LLAMADO DE DIOS

La muerte de su padre, con quien Ruperto era muy cercano lo llevó a una etapa de madurez y reflexión. Esta gran pena coincidió con una enfermedad a los pulmones, que lo mantuvo inactivo en su casa durante unos meses. En esos tristes momentos comenzó a visitarlo el padre Alberto Hurtado, quien le aconsejó hacer los ejercicios espirituales de San Ignacio. Así lo hizo y luego de los ocho días de retiro con los jesuitas, decidió entregar su vida a Dios. Le explicó a sus amigos que ya había dedicado entregado la mitad de su vida al mundo y que, ahora, se la entregaría a Dios. Fue el propio padre Hurtado quien comunicó a su madre que Ruperto había optado por la vida religiosa. En 1943, con 28 años, ingresó al noviciado de los padres Jesuitas. Su cambio fue tan radical, que sus amigos no podían creerlo, al punto de formar una caravana de autos e ir hasta el noviciado para, decían, “rescatarlo”: tocando las bocinas, lo llamaban a viva voz para que volviera con ellos a “lo de siempre”.

NOVICIO

El padre Jaime Correa, S.J. estuvo junto a él en el noviciado y cuenta: “Ruperto, casi diez años mayor que el resto de los novicios se transformó en el centro del grupo: bueno para los chistes y los cuentos, era muy entretenido, pero al mismo tiempo muy espiritual. Tomó verdaderamente en serio su vida religiosa. Fue de esas personas que conforme a la palabra de Cristo, puso la mano en el arado y no miró nunca para atrás”.

Era muy piadoso. Hizo dos años seguidos el mes de ejercicios espirituales. “Creo que nadie más lo ha hecho. Son treinta días en absoluto silencio, con 4 ó 5 meditaciones, con horas de oración diarias, en las que se está orando, escuchando, contemplando, analizando. Él deseaba progresar rápido, me daba la impresión que quería recuperar el tiempo perdido por haber entrado relativamente tarde a la vida religiosa. Como que quería dar pasos de gigante”.

Era un alumno inquieto, que interrogaba incansablemente a los profesores y no se contentaba con poco. De carácter pragmático, no intelectualizaba la fe, sino que simplemente la vivía a fondo. Años más tarde, cuando sus sobrinos lo acosaban con algún asunto teológico, les decía: “Una mosca resuelve una ecuación de segundo grado antes de que usted entienda lo que es Dios”.

El padre Juan Ochagavía S.J. dice al respecto: “Era un místico muy aterrizado y un religioso de mucho servicio; para nada beato. Además de simpático y con don de gentes, exageraba los cuentos para hacerlos más entretenidos. Le gustaban los boleros y el tango. Era deliciosamente mundano”.

Otro compañero de esos años, el padre Gregorio Donoso S.J., recuerda: “En las noches, después de comida, nos reuníamos en un recreo cuyo anfitrión era siempre él. Don Rupa nos relataba anécdotas de su vida; eran cuentos llenos de imaginación y donde él quedaba siempre muy mal parado. Era tanto lo que nos reíamos que de otros grupos llegaban a ver qué pasaba y se incorporaban a la tertulia. Solía terminar sus historias con una frase típica: “en resumen, y para no latear…”

En diciembre de 1952 culminaron sus años de formación con su ordenación sacerdotal.

SACERDOTE

Tras unos años de ejercer su sacerdocio en Buenos Aires, donde había ido a sacar su Licenciatura en Filosofía, volvió a Chile ya que había sido designado administrador económico del Colegio San Ignacio. Allí también hacía clases de historia, educación cívica y de economía política. Sus alumnos lo admiraban: por un lado, se interesaba profundamente en la economía del país, entendía los nuevos problemas del desarrollo, de la inflación, las exportaciones e importaciones. Y, por otro lado, tenía una visión positiva que llevaba a los estudiantes a interesarse en sus clases. Era entusiasta y contagiaba a sus alumnos.

En 1960, los superiores de la Compañía decidieron construir un colegio en el sector oriente de Santiago, tarea que le encomendaron al padre Ruperto en cuanto a la edificación y financiamiento. Trabajó a todo vapor, organizó, consiguió los fondos y sacó finalmente adelante la construcción del Colegio San Ignacio de Pocuro. Don Rupa era admirado por ese dinamismo inagotable con que cumplía los proyectos que le asignaban.

INFLUENCIA DEL PADRE ALBERTO HURTADO

Don Rupa admiraba profundamente al padre Alberto Hurtado, por su devoción y entrega a los más necesitados. En esos años construyó también la escuela José Antonio Lecaros con ayuda financiera de su familia, para hijos de obreros. Los pobres eran, para este sacerdote, una preocupación muy importante, probablemente por la huella que dejó en él el padre Hurtado. Se caracterizaba Ruperto por su celo apostólico, por llevar el catecismo a los pobres y por introducir el Sagrado Corazón en las familias de las casas que visitaba.

Su hermana Teresa cuenta que se conmovía profundamente con el dolor ajeno y tenía una sola forma de ser con todo el mundo: para él, todas las personas eran iguales, independientemente de su estatus, riqueza, educación, clase social, problemas o errores. Abierto y comprensivo, era de una caridad enorme: entre sus citas favoritas figuraba el relato del Evangelio de la mujer adúltera y advertía a los justicieros: “el que esté libre de culpa, que tire la primera piedra”. Tenía una especial habilidad para percibir el dolor de los demás, sabía escuchar y era muy acogedor.

PÁRROCO EN ARICA

En 1965, la Compañía de Jesús lo mandó a Arica como párroco, donde desarrolló una profunda labor de asistencia y apostolado. Amplio en su forma de pensar y de relacionarse, aún en esos tiempos de polarización consiguió romper barreras y tener amigos en todos los sectores políticos y sociales.

Con la ayuda de la comunidad, del ingeniero Raúl Pey, que había llegado de Winnipeg, de Giani Cánepa y otros ariqueños, construyó la Parroquia del Sagrado Corazón, a la entrada de la ciudad.

Atrajo a una gran cantidad de fieles a su parroquia. Predicaba bien, era muy auténtico, tenía el don de la palabra y preparaba cuidadosamente sus prédicas. De mucha seriedad en lo apostólico, tenía verbo de sobra para entusiasmar. La iglesia se llenaba en sus misas dominicales. Contaba anécdotas, citaba el Evangelio, ponía una nota de alegría en cada frase. Transmitía fuerza, energizaba a sus oyentes y tenía una vara infalible para medir a su público: el padre Ruperto decía que “cuando se ponen a toser las viejas y a llorar los niños, hay que acortar la prédica”.

Trabajaba también en el Colegio San Marcos, en esa época a cargo de los jesuitas, y abrió un estudio jurídico en la misma iglesia para atender gratuitamente a quienes se lo pidieran. Se formaban largas filas de gente modesta que venía a pedirle ayuda. Él era muy feliz entregando sus servicios, y eso se le notaba.

CAPELLÁN EN PENITENCIARÍAS

Fue en Arica -y luego en las penitenciarías de Valparaíso y Santiago- donde comenzó su labor con los internos, como él llamaba a los presos, pues allí se desempeñó como capellán de la cárcel. Fue así como el padre Ruperto encontró el camino que recorrería en los últimos años de su vida, hasta el día de su muerte. Se dio por entero a la tarea de humanizar las cárceles y creía profundamente en la posibilidad de lograr la reinserción social de los internos. Luchó activamente por rescatarlos y entregó lo mejor de su vida a los presos y a sus familias.

UN AMIGO EN EL CIELO

En 1979, le diagnosticaron un cáncer al riñón. Su compromiso con los presos había sido tan profundo que, ya enfermo, en 1980, solicitó permiso para irse a vivir a la Penitenciaría de Santiago. Su Superior, el padre Fernando Montes S.J., recuerda que sus compañeros de residencia del Colegio San Ignacio le pidieron que le denegara la autorización “no tanto por la dureza de vida que allí existe, sino porque él era un factor de extrema unión y de alegría dentro de su comunidad”.

Enfrentó su enfermedad con valentía y nunca su quejó de sus dolores. Se resistió hasta el final a abandonar sus obligaciones en la Penitenciaría y no guardaba cama excepto cuando era hospitalizado por hemorragias.

Su superior cuenta que le impactó la madurez con que asumió su enfermedad: “supo que tenía cáncer, que se moría, y me habló de eso sin ningún dramatismo, con mucha hombría, lo que demuestra su gran caridad espiritual”. Honró su voto de pobreza hasta el final, estando hospitalizado siempre en sala común y negándose a estar en el pensionado.

Agonizaba en el Hospital de la Universidad Católica cuando apareció un hombre modesto que acercándose a su cama le tomó la mano, se puso a llorar, y sin decir una palabra le entregó un paquete. Don Rupa sólo pudo hacer la señal del adiós. El hombre era un interno que estaba en libertad condicional y le había llevado una caja de chocolates.

Don Rupa falleció el 10 de junio de 1981, a los 66 años de edad. El día de su entierro la Iglesia de San Ignacio estaba repleta. Más de 20 sacerdotes vestidos con sus ropas de gala color púrpura, cantando en latín, se ubicaron frente al altar para concelebrar la misa. La Iglesia se hizo chica para acoger a tantos amigos, a sacerdotes de otras parroquias, a reos con sus manos engrilladas escoltados por gendarmes y personeros del poder judicial que escucharon emocionados la despedida que hizo el Padre Provincial.

En el cementerio se sucedieron los discursos. Uno de los más conmovedores fue el del Alcaide de la Penitenciaría quien dijo: Desde este momento, tengo un amigo en el Cielo. Junto a la imagen del Sagrado Corazón que el padre Ruperto había puesto en la Penitenciaría los reclusos pusieron una placa recordatoria que dice: Homenaje al Sagrado Corazón de los internos: el padre Ruperto Lecaros Izquierdo. Junio 1981.

Su Trabajo En Las Cárceles

HUMANIZAR LA CÁRCEL

Su trabajo con los presos empezó en Arica, como capellán de la cárcel.En 1974 fue trasladado a Valparaíso, como capellán del presidio de esa ciudad. También entregaba asesoría jurídica a los detenidos, por lo que regularmente se trasladaba a los tribunales a tramitar causas. Se levantaba de madrugada para ir a Santiago, en unos viajes relámpagos agotadores. En el penal porteño inauguró una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, de un metro y medio de alto. Él decía que la estatua “les permitirá a los internos que tienen inquietudes religiosas y espirituales, acercarse al Sagrado Corazón de Jesús en busca de fortaleza moral”.

Al padre Lecaros los presos le rompían el alma. Sentía que lo más terrible de estar preso no era la falta de libertad, los malos tratos, la comida para perros ni los juicios casi eternos, sino que como a los seis meses empezaban a perder a sus familias, a sus mujeres. Se iban quedando solos. Eso agregaba una miseria indecible al dolor de los reclusos.

A las primeras misas que hizo el padre Ruperto en la Peni asistían como mucho 4 ó 5 reclusos, de una población penal que bordeaba los tres mil. Poco a poco se fue ganando el respeto de los internos a través de su afán para que los presos vivieran más dignamente.

Alejando Valenzuela, ex presidiario, lo explica con un ejemplo: “a mí me faltaba un diente. El padre me decía: - Te ves tan feo cuando te ríes, ¿por qué no te pones dientes? Yo le contestaba: - Para qué quiero dientes, si con la porquería de comida que nos dan, da lo mismo tenerlos que no tenerlos. Pero él me convencía: - Uno debe quererse a sí mismo. Don Rupa descubrió entre los presos a un maestro dental, medio hechizo pero que algo sabía. Obtuvo financiamiento y la salud bucal empezó a mejorar y muchos pudieron lucir, orgullosos, sonrisas de dentadura completa.  Además, les compró califonts y mejoró los baños, les llevaba útiles de aseo, ropas y todo lo que necesitaran para mejorar sus apariencias.

El padre Lecaros hizo lo que pudo por humanizar el trato hacia los reclusos, modificando pequeños detalles de la vida cotidiana que les restauraban la dignidad. Como que los gendarmes, cuando los llamaran, les dijeran: “Al interno Juan Escobar lo solicitan en la reja” en lugar de “Escobar a la reja”. Se preocupaba de detalles como que tomaran sol, pues generalmente estaban en oscuras galerías. Así, consiguió permiso para llevarlos a un patio más grande y puso bancas para que pudieran sentarse a conversar.  Poco a poco fue introduciendo mejoras que los internos supieron apreciar y lo comenzaron a rodear y escuchar.

Con fondos privados y estatales construyó multicanchas y organizó campeonatos de fútbol y representaciones teatrales. Con una guitarra eléctrica y una batería, empezó a formar un conjunto musical. Como el equipo tenía la misma marca del que en esa época usaban los Beatles, los animaba: “Ustedes, benditos, tienen la mejor orquesta del mundo” y los incentivaba para que la apalearan hasta sacarle sonidos agradables.

Los gendarmes por su parte lo querían mucho, pues también se preocupaba de ellos y de sus familias. Incluso lo perdonaban cuando lo pillaban llevando remedios a los que estaban enfermos, algo que no estaba permitido hacer. Cuando los internos los criticaban, el padre Ruperto les decía: Piensen que mientras ustedes están cómodamente sentados en sus celdas, ellos están arriba de los techos custodiando el Penal, a todo sol. Si alguno cometía un exceso, el padre Ruperto consolaba al preso y, sin justificar el mal trato, le decía que considerara que eran muy pocos para tantos internos, que dormían apenas cuatro horas diarias y que ganaban muy poco.

ABOGADO Y AMIGO

Don Rupa usaba sus conocimientos de abogacía para agilizar los lentísimos juicios de los internos e intercedía por ellos hasta ante el Ministro de Justicia si encontraba una causa que lo ameritaba. En una ocasión, la sentencia de un juez lo dejó muy impactado por su dureza. Él creía que ese interno merecía la libertad condicional. Fue a ver al juez y le relató la conversación que había tenido con un respetado ministro de la Corte Suprema, quien le había contado que antes de emitir una sentencia, cerraba la puerta de su escritorio y rezaba el Padre Nuestro frente a un crucifijo que tenía. Le pedía a Dios que lo iluminara para ser justo y fallar lo correcto. Luego le dijo, ocurre, señor Juez, que usted escribe con mucha rapidez “no ha lugar” y luego firma. ¿Ha pensado la enorme responsabilidad que recae sobre usted?  Empezó así una conversación larga sobre lo humano y lo divino que terminó en una gran amistad y fue muy positiva para sus queridos benditos.

VIDA DE FE, ESPERANZA Y CARIDAD

Un recluso lo recuerda: “No exigía nada. No pedía que lo escucháramos hablar sobre Dios. Tenía la idea de que Dios está en uno, que cada uno tiene que ser su templo. Respetaba las distintas maneras de creer en Dios. Daba el ejemplo: era humilde, tenía fe, tenía esperanza. Era una persona muy buena. Tenía un amor hacia nosotros, una humildad, era tan simple, su sonrisa valía para nosotros como mil palabras de aliento. Era bueno para el chiste, vivía jugando, pero por la vía del humor nos hacía entender las cosas”. Motivaba a sus presos a leer, a aprender y a recobrar la confianza en sí mismos. Los hacía mirar y preocuparse de los demás. “Nos pedía a algunos que lo acompañáramos a darles de comer a los locos. Los bañábamos y les cambiábamos de ropa. Nos enseñó a respetar a los demás. Para él, todos éramos iguales y le costaba entender la violencia de la cárcel, el poco respeto por las personas.

Aceptaba todas las invitaciones que los internos le hacían a almorzar: él iba con su ollita, llevaba mercadería y gozaba comiendo tortilla de papas. Su influencia sobre ellos fue tan profunda que un ex presidiario dice: “hasta hoy siento su presencia en mi diario vivir”.

En 1980, después de años de ejemplo vivo del amor de Dios y de amor al prójimo, los frutos eran patentes: más de la mitad de los internos participaba en el Centro Católico. Las misas eran cantadas y el conjunto tocaba música. La capilla pasaba llena y el padre Lecaros tenía mucho trabajo, tanto que ni siquiera podía descansar 10 minutos después de almuerzo como necesitaba hacerlo por su enfermedad. En 1979, le habían diagnosticado un cáncer al riñón.

MORIR JUNTO A SUS INTERNOS

Su compromiso con los presos fue total. Al punto de solicitar, ya enfermo, en 1980, permiso para irse a vivir a la Penitenciaría de Santiago.

Decía en su carta al provincial de la Compañía de Jesús:

“Ocurre que siento como algo muy valioso para mí, el darme mucho más aún a los pobres internos, y por tanto solicito el que me permitas dormir allí. Lo creo particularmente importante para mi labor apostólica y para mi vida espiritual.

Por otra parte, si ello no me lo concedieses, tanto te agradecería que me trasladaras a una casa más sencilla y en un barrio más pobre. Ello me atrevería a pedírtelo como un particular servicio.

Pienso que para mi apostolado es conveniente vivir más en consonancia con esos pobres internos. Experimento tan de cerca sus angustias y en especial la de sus pobres familias, casi todas cesantes y sin pan, ya que es el jefe de hogar el preso”.

Aunque esta petición impresionó fuertemente a su Superior el padre Fernando Montes S.J., recuerda que sus compañeros de residencia del Colegio San Ignacio le pidieron que le denegara la autorización “no tanto por la dureza de vida que allí existe, sino porque él era un factor de extrema unión y de alegría dentro de su comunidad”.

Ante la negación del permiso, el padre Lecaros demostró una extraordinaria obediencia a la Compañía, lo que denotaba mucha madurez espiritual. Obedecía en todo, incluso si lo que se le pedía no estaba bien mandado. Discutía lo que no le parecía correcto, pero cuando se le daba la orden, la acataba.

El padre Ochagavía S.J. señala que no hay nada atípico en que un sacerdote trabaje en la cárcel. “Lo atípico es haberse querido ir a vivir a la cárcel y querer morir allí”.

Distinciones

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Referencias

Bibliografía

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